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Mi visión sobre las artes participativas

Escribí este texto en el contexto de mi trabajo como mentora dentro del proyecto Beta Circus.

Una reflexión sobre cómo estar en el mundo de las artes participativas.

Después de 10 años desarrollando proyectos participativos me he dado cuenta de que es un campo en el que todo está por hacer, por pensar, por definir y por escribir. Pero hay una serie de principios, casi podríamos llamarlos filosóficos o éticos, que recorren nuestro trabajo cuando, como artistas, trabajamos más allá de nuestro estudio, cuando nuestras prácticas van más allá de nuestro deseo individual (o nuestra necesidad) de expresarnos, de comprometernos, de buscar la belleza o de influir en la cultura y la sociedad que nos es contemporánea. 

 

De alguna manera la participación de «el otro» forma parte de todos los procesos artísticos que desarrollo, desde cuando escribo un texto para ser escenificado, hasta cuando dirijo un proyecto de creación colectiva con una comunidad en un territorio determinado. Desde cuando pienso en una puesta en escena en la que el público no es un mero espectador que observa desde un patio de butacas oscuro lo que sucede en el escenario (indiferente a su presencia), hasta cuando ideo proyectos en los que será la gente la que decida el camino artístico individual que habré de emprender. 

Yo sola no habría llegado al mismo lugar al escribir «Ragazzo» o «Barcelona (contra la pared)», por poner un ejemplo, sin la participación de personas y asociaciones que me contaron sus historias, o me guiaron en la investigación, o me ofrecieron datos e informaciones reveladoras que pedían a gritos ser compartidas, la obra habría sido totalmente diferente, e incompleta, en cierto modo. Así, mi escritura de ficciones para llevar a escena se nutre de la realidad en el momento en que, como autora, salgo del estudio, entrevisto, comparto, escucho al «otro», e incorporo esas voces a la narración que estoy tejiendo. 

 

Y no se trata de ser un vampiro y utilizar al «otro» como objeto, sino de ofrecerle un espacio de sujeto. Y esta es una línea muy fina, que no siempre es fácil de detectar cuando estás inmerso en un proceso creativo, y por eso creo que es muy importante definir a priori cómo enfocar la participación del «otro», y entender si esta participación del «otro» lo va a convertir en objeto, en destinatario, o en sujeto del hecho artístico. 

 

De alguna manera, todos somos destinatarios cuando se trata de creación artística. Cuando somos «el público», la relación con el producto del acto artístico nos transforma, es una ofrenda. Pero cuando participamos en el proceso de creación (tanto si somos los impulsores de un proyecto como artistas profesionales como si somos participantes no profesionales) también somos siempre, de alguna manera, destinatarios de lo que sucede en la evolución de esta relación. No comparto la idea de que es el artista el que ofrece y el participante el que recibe, y aunque parezca una obviedad, creo que el beneficio siempre es mutuo.

 

Escribo sobre todo esto porque mi práctica artística se ha centrado en los últimos años en lo que llamamos «creación de comunidad». Proyectos artísticos en los que mi compañía diseña procesos creativos compartidos con no profesionales para la generación de experiencias escénicas que luego serán compartidas con un público. 

 

Y es en esta práctica donde poco a poco hemos ido entendiendo los principios de los que hablaba antes. 

 

El primero es la convicción de que todos los participantes (profesionales o no) deben ser sujetos del hecho artístico. 

 

El segundo es el compromiso con el territorio y su comunidad, un compromiso que no nos permite disociar los procesos que llevamos a cabo del legado que dejan tanto en la comunidad como en su territorio. Esta herencia puede ser tangible y cuantificable o puede ser inmaterial, subjetiva e incluso difusa. Pero algo tiene que quedar, más allá de la producción artística, cuando nos vayamos. 

 

¿Y cómo aplicamos estos principios en nuestro trabajo? Bueno, cada proyecto es diferente y requiere prácticas específicas, pero también hay algunos tipos de acciones que siempre llevamos a cabo sea cual sea la peculiaridad del proyecto. 

 

Las primeras acciones que llevamos a cabo cuando nos enfrentamos al inicio de un proceso creativo participativo van encaminadas no a una simple cohesión de grupo, sino a un deseo real de generar una comunidad entre todos los implicados. Desde los participantes no profesionales, hasta los artistas, pero también la gente de producción, los programadores, o los cómplices que tenemos en el territorio y que actúan de nexo con los participantes. 

No se trata sólo de construir una comunidad, se trata de conseguir un sentimiento de comunidad, se trata de sentir que formas parte de algo que te trasciende, que perteneces a un grupo que te necesita para existir y para conseguir sus objetivos. Se trata de despertar el deseo de formar parte de ello y dejar de sentir que necesitamos que un agente externo nos describa como comunidad para sentir que lo somos. 

 

Estas acciones son importantes porque dejan huella, generan cosas que formarán parte de esa herencia emocional o relacional que dejamos cuando nos vamos. Pero también son importantes porque ayudan a relajar la tensión que puede existir como consecuencia de la relación jerárquica que puede darse cuando un artista llega de repente a un determinado grupo no profesional, o a un entorno que no le conoce de nada, para liderar un proceso de creación artística. Liberar esta tensión es primordial si queremos que nuestro primer principio sea la igualdad de condiciones y que todos los participantes se sientan sujetos del proceso. 

 

Otras acciones importantes para nosotros son todas las que se refieren a la documentación del proceso. 

 

Por ello, es deseable disponer de un espacio físico durante el proceso que actúe como laboratorio, centro de datos, incluso museo, y que este espacio pueda ser visitado por los habitantes que no participan directamente en el proceso. Esto les implica de alguna manera, les hace partícipes y también puede, por qué no, despertar en ellos el deseo de participar como público. 

 

Y también es deseable que generemos material con el que podamos crear un Making Of. 

 

Y no se trata de tener una coartada para decir que nuestro trabajo es importante si el resultado no ha «salido bien». Siempre defenderemos que las artes participativas tienen que tender a esa excelencia que exigimos a todas las artes, entendiendo «excelencia» como esa capacidad de generar belleza, o de tener un significado profundo, o de ofrecer preguntas pertinentes, o de ser espejo de una realidad, o de ser martillo para transformarla. 

 

Documentar y compartir el proceso es una forma de poner en valor todo aquello que va más allá de la lógica mercantil que sólo valora los procesos artísticos por su producto y la capacidad de ese producto para insertarse en un mercado. 

 

Muchas de las experiencias escénicas que diseñamos como producto final de los procesos que compartimos con una comunidad y su territorio no son exportables, muchas veces ni siquiera son reproducibles, y si no valoramos el proceso para llegar a ellas, su alcance, su capacidad transformadora, queda mellada. 

 

Como compartía al principio, todo hay que decirlo. Aquí unas pequeñas notas para seguir cuestionándonos y cuestionar nuestro trabajo con «el otro». 

 

Lali Álvarez Garriga 

Riga, agosto de 2023.

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